Pensiones y envidia: cuando todos pierden para que nadie gane

por Abel Marín
envidia y pensiones

Charlie Munger lo resumió mejor que nadie: “El mundo no está impulsado por la codicia, sino por la envidia.”

No queriendo tener más, sino queriendo que el otro tenga menos. Así de crudo. Así de humano.

La envidia no es un pecado, es un patrón

No vamos a moralizar la envidia. Así que no vamos a entrar en si es buena o mala. Intentemos ser capaces de observarnos como especie. Espero que no suponga mucho esfuerzo.

Es, simplemente, un patrón antropológico: comparar, desear lo del otro, resentirse si no se alcanza.

En España, la envidia no es una excepción: es norma de comportamiento colectivo.

No admiramos al que sube; desconfiamos. No preguntamos cómo lo hizo; suponemos que trapicheó. Aquí el éxito no inspira, incomoda.

¿Resultado? Una sociedad que prefiere igualar hacia abajo antes que esforzarse hacia arriba.

El sistema de pensiones: reflejo perfecto de nuestra cultura

Nuestro sistema de reparto de pensiones no es un fallo: es un espejo.

Promete que todos cobrarán algo, sin importar cuánto aportaron. Que el esfuerzo de unos sirva para el reparto de todos.

Que aunque seas un vago, tengas derecho a lo que el vecino sudó por conseguir.

Todo esto se vende como “solidaridad”.

Y claro, ¿quién alza la voz para que le señalen como un mezquino, insolidario?

Pues yo, y sobre todo porque pienso que es una estafa a la juventud, además de que estamos cavando nuestra propia tumba.

Antes, se llamaba “caridad cristiana”, te doy para que seas un mendigo, no quiero que prosperes.

Pero la solidaridad moderna, teñida de envidia, ha borrado esas diferencias.

No olvidemos que mientras el catolicismo entendía la caridad como acto personal para la salvación, el protestantismo, en cambio, asoció prosperidad y salvación individual.

Esa diferencia de raíz explica, en buena parte, la brecha económica entre los países de cultura católica y los de cultura protestante.

Redistribuir por obligación, en vez de ayudar por convicción. Esa es la deriva.

Envidia institucionalizada: todos pobres, pero iguales

El problema es que cuando el dinero se acaba (y siempre se acaba), la fiesta de la redistribución también.
Entonces llega el ajuste brutal, la ruina, la desafección… y la aguja de la balanza cambia, brevemente, de lado. Hasta que, recuperado el resentimiento, todo vuelva a empezar.

El ciclo no falla: prometer, endeudar, quebrar, culpar, repartir culpas y volver a prometer.
Envidia como política pública, miseria como resultado social.

¿Queremos realmente una sociedad mejor?

Mientras la envidia siga siendo el motor emocional de nuestras decisiones colectivas, España seguirá atrapada en un bucle de decadencia.

No se trata de erradicar la envidia —eso sería infantil—, sino de comprenderla, domesticarla y construir una cultura donde el éxito ajeno no sea una afrenta, sino una aspiración legítima.

Hasta entonces, seguiremos igualando… hacia abajo.
Y todos perderemos, para que nadie gane demasiado.



“Cuando la envidia se disfraza de solidaridad, la mediocridad se convierte en política de Estado.”

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 «TRAGANDO SAPOS»

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