La envidia y el capitalismo: Una conversación en la cafetería

por Abel Marín
envidia y capitalismo

La cafetería estaba llena aquel mediodía, pero no era un bullicio incómodo. Las conversaciones fluían como ríos que se cruzaban en susurros y risas. Yo estaba en una mesa cerca de la ventana, disfrutando de un café mientras hojeaba sin interés las noticias en mi móvil. Fue entonces cuando escuché la voz apasionada de un joven en la mesa contigua.

—El capitalismo es un sistema injusto —decía con energía—. ¿Cómo puede ser que, mientras unos viven en casas enormes y conducen coches de lujo, otros apenas pueden pagar el alquiler? Lo único que fomenta es la envidia y la frustración, manteniendo a las personas atrapadas en una carrera sin sentido para tener lo que no necesitan.

Frente a él, una joven lo miraba con una expresión serena pero firme. La llamé Sofía en mi mente, un nombre que parecía ajustarse a la claridad de sus palabras.

—La envidia no es culpa del capitalismo, Filo —respondió con calma, como si aquel intercambio de ideas fuera parte de una danza bien ensayada—. Es un sentimiento humano que existiría en cualquier sistema. Lo que deberíamos hacer es preguntarnos: ¿por qué envidiamos? Muchas veces, lo que criticamos en otros es algo que podríamos alcanzar nosotros mismos si hiciéramos el esfuerzo necesario.

Filo, porque así decidí llamar al joven en mi cabeza, frunció el ceño. Se inclinó hacia adelante, como si su argumento pudiera ganar peso si lo acompañaba con un gesto.

—Eso es fácil de decir, pero no todos tienen las mismas oportunidades. Hay quienes nacen en familias ricas, con acceso a educación de calidad y recursos ilimitados. ¿Qué pasa con los que no tienen esas ventajas? ¿Cómo puedes pedirles que compitan en igualdad de condiciones?

Sofía no retrocedió ni un centímetro.

—Tienes razón en que las condiciones de partida importan, pero muchas veces la envidia no surge por falta de oportunidades, sino por falta de voluntad. ¿Cuántas personas se quejan del éxito ajeno sin reconocer que podrían lograr algo parecido si estuvieran dispuestas a trabajar más, arriesgarse o sacrificar ciertas comodidades?

Hubo un silencio breve, pero denso, como si ambos consideraran el peso de esas palabras. Luego Filo, con los brazos cruzados, lanzó una réplica más aguda.

—Pero no puedes negar que el sistema fomenta esa envidia. ¿Qué crees que siente alguien que ve a su vecino estrenar un coche nuevo mientras apenas llega a fin de mes?

—Siente envidia, claro —admitió Sofía—, pero ahí está la diferencia entre la envidia destructiva y la admiración. La primera te consume, te paraliza. La segunda te inspira y te empuja a mejorar. El problema es que es más fácil culpar al sistema o a los demás que mirar hacia adentro y asumir la responsabilidad de tus elecciones.

—¿Y qué hay de los que lo intentan y no lo logran? No todos los esfuerzos se ven recompensados, Sofía —insistió Filo.

—Es cierto —concedió ella, con un leve asentimiento—, pero eso no invalida el mérito o la frustración individual. Vivimos en un mundo imperfecto, pero creo que muchas veces el éxito no depende solo del talento o las oportunidades, sino de la perseverancia. Si ves a alguien que tiene más, ¿por qué no preguntarte qué puedes aprender de esa persona en lugar de criticarla?

Filo bajó la mirada hacia su café, removiendo con la cucharilla sin mucho ánimo.

—Quizás tengas razón en eso —dijo al fin—, pero no puedo evitar pensar que el capitalismo exacerba esas desigualdades.

Sofía le sonrió, pero no de forma condescendiente.

—Puede que lo haga, pero también nos da herramientas para superarlas. Al final, el verdadero desafío no es eliminar las diferencias, sino aprender a manejarlas. Y eso comienza con nosotros mismos.

La vieja y eterna dialéctica

De camino a casa, aquellas palabras seguían resonando en mi mente. Era curioso cómo una conversación ajena podía despertar tantas reflexiones propias. Pensé en las veces que había sentido envidia y en cómo ese sentimiento, más que ser una reacción natural, era una trampa que me había impedido avanzar.

A medida que ganamos años y experiencias, nos damos cuenta de que las diferencias que un día parecían injustas son, muchas veces, el resultado de decisiones personales. Claro, las condiciones de partida importan, pero también el esfuerzo y la actitud.

La envidia, ese veneno tan humano, no solo consume al que la siente, sino que le ciega ante una verdad fundamental: el éxito no se mide por lo que tienes, sino por lo que eres capaz de construir.

Cada día veo, en mi actividad diaria la crudeza de las consecuencias de los actos personales, y muy lejos de creer que nuestra vida será mejor o peor con un sistema u otro, deberíamos tener meridianamente claro, que mayormente somos los responsables de nuestra situación personal.

Al cerrar la puerta de casa, decidí que esta conversación merecía ser escrita. Llamé Filo al joven idealista y Sofía a la pragmática pensadora. Quizás nunca sepan que sus palabras, escuchadas al azar, me inspiraron a reflexionar sobre lo mucho que aún queda por aprender, no solo del sistema, sino de mí mismo. 

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