Se llama Raquel.
Treinta y cuatro años.
Cajera de supermercado desde los veintiuno.
Afiliada al Partido que casi siempre gana en su ciudad.
No por convicción. Su padre era un histórico del partido. Por tradición. Por conveniencia.
Llevaba años haciendo campaña con camiseta del partido, repartiendo folletos y subiendo selfis con el candidato de turno. Nunca destacaba. Pero tampoco molestaba. Y eso, en política local, vale oro.
En la última lista iba en el puesto número 14.
De salir, nada.
Pero servía para rellenar, dar imagen de juventud, de renovación, de cuota.
“Lo importante es estar”, le decía su compañera de agrupación.
Y ella asentía, mientras en su cabeza pensaba que con suerte, algún día, alguien caería.
Inesperadamente sucedió…
Y alguien cayó.
Primero dos concejalas dimitieron para marcharse a un organismo público con mejor sueldo y menos ruido.
Luego, el tercero en la lista, un veterano, murió en un accidente doméstico absurdo: cayó por las escaleras limpiando la antena del tejado.
Todo eso en seis meses.
Y de repente, lo que era un puesto testimonial se convirtió en una silla real en el pleno.
Y no cualquier silla.
El alcalde, viudo, necesitaba caras fieles y manejables.
La nombró teniente de alcalde.
Raquel no se lo creía.
Fingía humildad en redes, pero en su casa se servía una copa de vino barato y se decía al espejo:
“Aquí estoy. Lo logré. ¿Quién lo iba a decir?”
La política era otra cosa.
Ella lo intuía.
Pero no importaba.
En su cabeza sonaba una frase como un mantra:
“Después de mí, el diluvio.”
Nunca le interesaron los presupuestos ni los reglamentos.
Lo suyo era la presencia, la fidelidad, la sonrisa cuando tocaba y el silencio cuando mandaban.
Y eso lo hacía mejor que nadie.
En los plenos hablaba poco.
A veces le escribían lo que tenía que decir.
Otras improvisaba con frases hechas: “el pueblo nos ha elegido”, “trabajamos por una ciudad más justa”, “la política es diálogo”.
Le gustaba el despacho.
Le gustaba el sueldo.
Y sobre todo le excitaba la autoridad blanda que nadie le discutía, porque todos sabían cómo había llegado y nadie quería acabar como el concejal del tejado.
A veces, cuando pasaba por el supermercado donde trabajó una década, agachaba la cabeza.
No por vergüenza.
Por seguridad.
Sabía que no todos la recordaban con cariño.
Y también sabía que, si todo esto se acababa, no quería volver jamás.
Raquel no se siente una corrupta, aunque su poder le permite hacer lo que no podría sin él.
Tampoco es una heroína.
Es solo el producto perfecto de un sistema donde la fidelidad vale más que la competencia y donde el azar, combinado con la docilidad, puede colocarte en el centro de la ciudad sin haber pasado nunca por el centro del pensamiento.
Pero al igual que el enchufado, la política cambia de color, y el juego de tronos es salvaje, el enemigo es peor entre tus filas, y puede que sea expulsada, y entonces no sabrá hacer la o con un canuto, salvo medrar, y le echará la culpa al edadismo, sin mirarte honestamente al espejo.